En este libro David Fernández relata cómo ha descubierto a Dios en el silencio de los indígenas otomíes, en el balbuceo de algún enfermo terminal, en la mano de un moribundo que se rehusaba a partir. Estas doce cartas están lejos de ser disertaciones abstractas y grandilocuentes de teología, mucho menos trilladas parábolas que sustentan la visión de un Dios lejano. Por el contrario, las palabras surgen de la voz de un hombre que ha buscado a Dios en el rostro de sus semejantes.