Cuando yo era adolescente existía la virginidad. Quiero decir: la virginidad de las chicas era un valor y no un escollo; era algo a reservar para el matrimonio y el vestido blanco.
Me tocó ser adolescente bajo la dictadura: la represión sexual había regresado al discurso promedio y a la vida cotidiana luego de la brevísima primavera hippie. En aquellos años, cuando llegaba la edad de debutar, para nosotros, varones altos en hormonas, la disyuntiva era brutal: con una puta o nada. Con una puta o andá a saber cuándo. Las chicas guardaban su virginidad.
Sabíamos que debutar con una puta era una situación traumática y muchos (más de la mitad de mis amigos, recuerdo) nos negábamos. No faltaba el padre, hermano, tío canchero -tachar lo que no corresponda- que como ritual iniciático deformado se ofrecía a llevarte a debutar con alguna puta amiga y entonces uno se sentía todavía...leer más
Cuando yo era adolescente existía la virginidad. Quiero decir: la virginidad de las chicas era un valor y no un escollo; era algo a reservar para el matrimonio y el vestido blanco.
Me tocó ser adolescente bajo la dictadura: la represión sexual había regresado al discurso promedio y a la vida cotidiana luego de la brevísima primavera hippie. En aquellos años, cuando llegaba la edad de debutar, para nosotros, varones altos en hormonas, la disyuntiva era brutal: con una puta o nada. Con una puta o andá a saber cuándo. Las chicas guardaban su virginidad.
Sabíamos que debutar con una puta era una situación traumática y muchos (más de la mitad de mis amigos, recuerdo) nos negábamos. No faltaba el padre, hermano, tío canchero -tachar lo que no corresponda- que como ritual iniciático deformado se ofrecía a llevarte a debutar con alguna puta amiga y entonces uno se sentía todavía más pequeño y castrado.
En nuestras charlas de proto-hombres y sin saber todavía bien de qué hablábamos, le echábamos la culpa a la Represión Sexual, como si fuera una institución, un complot mundial: la pacatería, la presión sobre el cuerpo y el deseo de las mujeres era lo que nos obligaba, nos arrinconaba con las horribles putas de la puerta de algún telo de extramuros.
Con el fin de la dictadura, la llegada a la universidad, con el pop, el pogo y la democracia llegó, tarde pero llegó, la versión local de la liberación sexual: el Destape que habíamos leído en las revistas. Las mujeres ya no temían manifestar deseo; podían invitarte un café o encararte sin desdoro y con orgullo. La virginidad, quién diría, en apenas un par de décadas, pasó a ser una prueba a superar, un inesperado tesoro de rezagadas.
La lógica indicaba que con la liberación sexual, con el deseo de las mujeres reales, retrocedería la prostitución. ¿Quién iba a ir con una puta si ahora había mujeres a mano? Novias sin pudores pretéritos, amigas con derecho a roce, amantes para los comprometidos pero disconformes, encuentros casuales, fulgores de una noche, cuerpos curiosos en igualdad de condiciones. ¿Quién iba a buscar una puta?
Sin embargo, no fue así. La prostitución renació fortalecida en tiempos de libertad sexual. Hasta con nuevo nombre. Las putas eran ahora gatos y cuando las palabras cunden es porque denotan un fenómeno. Sucedió con el adjetivo “trucho”. En cuestión de meses, en este país atravesado por la mentira y la corrupción, todo el mundo sabía de qué hablábamos cuando decíamos “trucho”. Con “gato” pasó lo mismo: la palabra cundió porque daba cuenta de algo que se multiplicaba, el sexo por dinero, ahora con menos cuestionamientos morales, una neo prostitución naturalizada.
Conozco a Juan Carlos Volnovich desde hace 25 años. Debo ser una de las pocas personas de esta ciudad que nunca fue su paciente. Gracias a eso soy su amigo y, en privado (somos muy pudorosos) lo cuento como mi hermano mayor.
Hace 25 años, cuando yo era un esquemático estudiante de letras, Juan Carlos me demostró que marxismo y psicoanálisis no eran discursos contradictorios. Que había cruces fructíferos entre ambos y para demostrarlo me presentó a la inmensa Marie Langer, a quien tuve el privilegio de grabarle su última entrevista periodística.
A fines de los 80, todos pensábamos que había que devolver a los hijos de desaparecidos a sus familias biológicas, pero fue Juan Carlos quien me explicó el aporte teórico que suponía el regreso de esos pibes a sus orígenes. El valor de la identidad como pieza maestra, como sistema operativo de la subjetividad, como reparación profunda para aquellos chicos arrancados de su historia, con padres sin sepulcro.
Años después, a principios de los 90, Juan Carlos me reveló el horror silencioso, puertas adentro de los hogares, de los abusos contra mujeres y niños. Esa Revelación, ese estupor, esa certeza de que no se trataba de episodios aislados de la vida privada, horrores de gente dispersa, me animó -y he recibido varias críticas respecto a la “crudeza” de los relatos- a llevar esos temas a mis programas de televisión abierta.
Las palizas a la pareja, la violación intramatrimonial, no eran entonces excepciones íntimas, a lo sumo abordables desde el derecho penal. Eran verdaderos fenómenos sociales de una masividad inaudita. Igual que el abuso de niños: no era una aberración cometida por extraños que venían desde un afuera hostil y marginal.
La violación de niños y niñas, con el estrago atemporal que dejaba en cada uno de esos pibes, estaba entre nosotros más de lo que queríamos admitir; estaba en la casa del vecino de clase media ilustrada y en la del pobre de toda pobreza. Y, colmo del espanto, la mayor parte de los abusos y violaciones de niños provenían de adultos conocidos: familiares, padres, padrastros, tíos, primos, vecinos. Predadores sexuales, vampiros de doble vida.
También fue Juan Carlos (primer y único varón feminista que conozco) quien me obligó a dejar de lado mis reservas sobre los estudios de género y revisar las conductas defensivas del varón moderno, descolocado frente a tanto avance femenino en la vida cotidiana.
Hace unos años, Juan Carlos me volvió a sorprender con su mirada sobre la prostitución. Era un problema social, sí: miles de mujeres, casi siempre madres, empujadas por falta de laburo digno a vender su cuerpo para mantener a sus hijos. Eso ya lo sabemos. Pero había algo más: qué pasaba con los hombres, los consumidores de prostitución, los clientes de los gatos.
¿Por qué en tiempos de tanta mujer deseante como nunca hubo, tantos hombres se refugian en los gatos, en los cuerpos rentados? ¿Para esto pedíamos, queríamos, peleábamos por la Revolución Sexual? ¿Para que se multipliquen en las ciudades los “privados” donde se hacinan mujeres tristes que los varones imaginan alegres por tener sexo con ellos; prostíbulos donde, para más morbo del cliente, se ofrecen menores, “paraguayitas” indocumentadas, traídas con engaños y convertidas en mano de obra esclava de proxenetas siniestros?
No. Ninguno de nosotros quería esto pero aquí está y no hicimos lo suficiente para que no sucediera. Aquí está y lo que es peor, a pocos asombra o indigna.
Cuando Juan Carlos me contó que con sus reflexiones sobre los clientes de la prostitución iba a hacer un libro, le sugerí un título transgresor: “ir de putas”. Tal vez ya fuera viejo, pero “ir de gatos” no me sonaba. También pudo haber sido “Nos vamos para el sauna”, como dice “Los piratas”, canción hiper popular de Los Auténticos Decadentes. O, “¿Quién no se ha comido un gato?”, frase de obvio doble sentido que siempre rueda entre risas cómplices en el momento cínico de cualquier mesa de varones.
“¿Quién no se ha comido un gato?”, la pregunta, brutal, alude al corazón del fenómeno analizado por Juan Carlos en este libro: la naturalización de la prostitución, lo extendido del hábito de consumir cuerpos de mujer como si fueran objetos de una vidriera o un servicio como cualquier otro. No es algo exclusivo de la Argentina, pero aquí existe con una intensidad y una frecuencia que a veces no imaginamos.
En cualquier caso, es necesario pensar, pensar y discutir mucho sobre este fenómeno y Juan Carlos Volnovich es, por ahora, el que más lejos y más profundo ha llegado.
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