Una buena traducción de poesía china, más allá de satisfacer o no el mandato de la fidelidad, es aquella que logra conservar un sentido de escrupulosa fluidez. “Mantener el sabor del original”, solía decir un amigo practicante de Tao. Para ello, el traductor debe ser también un poeta, afinar el oído y templar el corazón, de manera que sigamos creyendo que el poema es en China un don de la vacuidad y no una conquista del genio.
Al leer esta antología organizada y traducida por Édgar Trevizo, sobre todo los poemas más conocidos de Su Tung P’o, Wang Wei o Li Po, que son las que más fácilmente pueden compararse con otras traducciones, reconocí el pulso libre, la caligrafía continua y casi involuntaria de una mano generosa y sensible, pero presentí además una ardua y dedicada orfebrería, un saber hacer que ha sabido mantenerse en secreto.
CHRISTIAN KENT