La práctica de la religión romana, sin dogmas ni especulaciones filosóficas, fiada sólo en la tradición de los mayores, penetraba tan hondo en la vida personal y en el ambiente del Estado de Roma que el ciudadano romano se hallaba siempre como inmerso en el ámbito de lo divino. En Dios vivía, y la divinidad ordenaba y guiaba sus actos, siendo constante testigo de todos sus pensamientos, palabras y acciones. Por eso el romano pensaba mucho y hablaba poco, y no empeñaba nunca su palabra más que ante el convencimiento de la verdad y ante la persuasión de que el mundo podría desquiciarse, pero él no fallaría al cumplimiento de su palabra.
Esta observancia religiosa ponía con frecuencia al buen ciudadano en situaciones verdaderamente trágicas, en las que únicamente importaba atraer sobre el Estado la benéfica «paz de los dioses», aunque para ello tuviera el senado que entregar al en...leer más