En el mundo de los relatos de Diego Luis Sanromán hay hombres que chamullan en jergas incomprensibles y ladran como mastines, jóvenes que se flipan con sustancias orientales en ciudades arrasadas por la guerra y por cuyas calles anegadas de lluvia los delfines flotan como obuses plateados, zapatos vengativos que danzan solos y son como trampas para osos, carreteras que se pierden entre el sopor de las tardes de domingo, maestras tan atroces como la diosa Kali, pequeños burgueses que transforman sus hogares en refugio para vagabundos, niñas que crecen demasiado rápido y que pronto sienten la irresistible vocación de la sangre, llamadas de teléfono perdidas que tal vez anuncien absurdas hecatombes, pobres tipos a los que les brotan raras excrecencias en el ombligo. En fin, se trata sin duda de un mundo extraño, pero —quién sabe— puede que también sea el tuyo.